Era un muchachito cualquiera, justo como todos los demás, acaso un poco enclenque para sus trece años y nueve meses, pero nada que justificara diferencia con sus compañeros de juego, a veces de escuela. Era un muchacho cualquiera, te digo.
Su padre, apurado porque la tierra ya no se prestaba para dar lo que en tiempos mejores daba para vivir en paz con ella y con dios, se fijo la firme idea de no fijarse y jugar el juego que le advertían no jugar. Las tierras siguieron iguales que antes pero ahora sus productos eran bondadosos y bien recibidos por el mercado nacional y que digo nacional sino hasta mundial.
Las alhajas vistieron al padre y este se encargó de vestir de alhajas a su hijo y con fe movieron montañas para sembrar más tierras y vestir más alhajas; pero un día movieron la montaña del hijo de otro padre que, enfurecido, llevó su reclamo a donde su protector.
Envuelto en una sabaníta apestosa, ausente de las delicadezas que su padre le procuraba, usaron su naturaleza enclenque para hundir sobre su pecho -con papel, tinta y un cuchillo- un mensaje para su progenitor y recordarle del peligro de jugar con la orografía y con la fe y con los hijos. Y así, hasta el fin del mundo.
FIN