A LA ORILLA DE UN CERRO EN SINALOA

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Era un muchachito cualquiera, justo como todos los demás, acaso un poco enclenque para sus trece años y nueve meses, pero nada que justificara diferencia con sus compañeros de juego, a veces de escuela. Era un muchacho cualquiera, te digo.

Su padre, apurado porque la tierra ya no se prestaba para dar lo que en tiempos mejores daba para vivir en paz con ella y con dios, se fijo la firme idea de no fijarse y jugar el juego que le advertían no jugar. Las tierras siguieron iguales que antes pero ahora sus productos eran bondadosos y bien recibidos por el mercado nacional y que digo nacional sino hasta mundial.

Las alhajas vistieron al padre y este se encargó de vestir de alhajas a su hijo y con fe movieron montañas para sembrar más tierras y vestir más alhajas; pero un día movieron la montaña del hijo de otro padre que, enfurecido, llevó su reclamo a donde su protector.

Envuelto en una sabaníta apestosa, ausente de las delicadezas que su padre le procuraba, usaron su naturaleza enclenque para hundir sobre su pecho -con papel, tinta y un cuchillo- un mensaje para su progenitor y recordarle del peligro de jugar con la orografía y con la fe y con los hijos. Y así, hasta el fin del mundo.

FIN

La nena.

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Mi querida nena:

Apenas han pasado unas horas de que su vuelo ha partido. La imagen que me ha hecho llegar me ha parecido hermosa, el cielo despuntando sobre si mismo, desenvolviendo el infinito;  me tocó de la misma manera que la primera vez que miré el mar. Me supe a su lado de un modo que no sabría, de un modo de aquellos que no precisan explicaciones, tan sólo muy con usted, nena; pegadíto al cuello suyo, mirando juntos en la ventana las bondades de cielo y tierra.

He de confesarle que la extraño, el tomar su mano o el saber de mi compromiso con usted después de su trabajo o del mío. Muy a pesar del mar de cosas que se supone hago en el día, a eso de estás horas, me llega la nostalgia de recordarle con sus cabellos embravecidos y ya dispuestos a armar una revolución sobre su cabeza a causa de su eterna lucha con la almohada. Todavía con la nostalgia en el espinazo, que es donde el alma encuentra sus raíces y su hogar hasta la muerte, el pensar que hace usted  lo que le gusta me pone de buenas notas.

Nena, cuide usted mucho de su persona y proteja su piel de las ofensas del zihiriente sol,  no se lo digo para amedrentar sino para que, embriagada por la belleza del mundo, no vaya usted a olvidar que es alérgica a sus rayos. Nena, no busque gresca, más no deje nunca que nadie le haga bulla y sobre todo no olvide que en está parte del mundo hay un viejo zorro que aguarda su regreso.

Carta de un incomodo: un incomodo escapista

Diciembre 16, 2014.

Paseo diurno IIMadre decía que los doctores lo sabían. Usualmente, cual fuese el problema, exceptuando un desastre con la lavadora o una desgracia en la bombita roja que subía el agua a los tinacos, madre confiaba que los doctores lo sabían todo con respecto a todo. Con el tiempo devorando al tiempo y este devorándose de nuevo a si mismo y así hasta el infinito, madre me enseño por fin, con los argumentos suplicantes a los que sólo una madre tiene derecho a recurrir, que son los estudiosos -como los doctores- los encargados de muchas cosas, entre ellas, explicar el porqué de la general incomodidad que siento yo y seguramente tú y en fin, nosotros: los incómodos.

No sé bien qué categoría es a la que pertenezco ni desde cuándo es que soy una incómoda, no estoy segura de que ser incomoda por ejemplo sea considerado una enfermedad y por ello sea necesario ponerle una categoría, elaborar comparaciones entre incómodos para distinguir entre tipos de incomodidades o realizar una gráfica de la población municipal, estatal y federal de los brotes de incómodos sintomáticos en los últimos veinte o treinta años. De nada de eso estoy segura. No creo que eso aliviara mi incomodidad, para ser muy sincera, eso sólo la acrecentaría.

La verdad es que nací siendo una incomoda, nadie se ocupó ni ha ocupado nunca en decírmelo, aunque si se le piensa con un poquito de seso, cualquiera hubiese podido ya dar cuenta de ello; era tal mi grado de incomodidad que hacía todo lo posible por evitar que esta se notara, me evitaba preguntas que apuntara como destino cuál era mi sentir con el contexto que me guardaba; siempre me ocupé de sonreír un poquito; de hablar modulado; de mirar a los ojos y no meterme en las cosas de adultos, además de no dar mi opinión aun cuando se me pidiese, y en caso de que se me pidiese con marcado esmero, quizá a manera de consejo, únicamente me limitaba a construir afirmaciones en el aire que hicieran sentir seguro con sus fantasías a mi interlocutor. Igual, lo único que quería era que el momento terminara.

Me recuerdo jugando a evitar miradas, evitar pláticas que estoy segura tendrán como desenlace un fatal e incómodo silencio, es otro de mis pasatiempos junto con buscar siempre nuevas rutas para no encontrarme con personas conocidas. Por todos los medios  evito el acercamiento con los demás y si por error o por casualidad llega a darse el encuentro, segura estoy que me desvaneceré sin muchas explicaciones pero sí con una estelita de incomodidad, dejando en el aire unas cuantas palabras a manera de excusa, apenas audibles y en tono de plegaria. Así dejo ver cómo además de ser una incómoda, también soy una escapista, flotando entre pasillos, calles, corredores y calzadas, así me desvanezco, evitando darme a conocer más allá de lo estrictamente necesario.

Que por qué lo hago, bueno…

El diestro volumen.

He cercenado mi diestro volumen. Lo hice a consciencia y metódicamente, como es la única forma en que uno se debe cercenar, con voluntad y buena gana. No lo hice por capricho, tampoco por el delirante mandato de un brote psicótico, lo he hecho por la pasmosa necesidad de desembarazarme de esta parte tan indispensable pero tan perjudicial.

A fechas recientes mi parte derecha andaba ya de muy mala gana, poco afable para ser un volumen diestro, derramando mi café y quemando mi zurda con las brasas.

Uno, dos y tres suspiros. Hondos, muy hondos. Intento justificar su estadía a mi lado, lo miro; ciertamente en volumen no es igual al lado izquierdo, su extensión parece mayor y su estética y funcionalidad no serían puestas en juicio, naturalmente, eso es sólo cuestión de apreciaciones. Quizá de simetrías.
Lo miro y entre más le miro más me apena tener que hacerle esto a él, mi pobre y diestro volumen, el mundo es ya muy cruel para una unidad entera ¿cómo se supone que se las arregle un volumen diestro sin su parte siniestra? Él en su calidad de volumen diestro ira tratando de abrir vinos, de comer jugosos cortes de carne o de escuchar las melodías de Rachmaninov en impresionantes sonidos multicanal; mas se mirará imposibilitado para hacerlo puesto que es sólo un volumen diestro sin más razón de ser que la de ser el recuerdo de lo que una vez fue.

¡Basta ya de cosas, ingrato!

El corte empezó en la parte superior del cráneo y se siguió hasta el coxis, imponiendo especial resistencia en la parte media del tórax. Sin embargo, al final, logre separarme de la penosa parte. Yacía entonces yo, cercenado y victorioso.

Ahora soy yo y nada más. Amputado con pleno goce de autonomía de una parte de mí mismo. Aquí yo, volumen siniestro.

Más la vida para un volumen de mi clase y tipo puede resultar prometedora: se puede dar la hora; sostener el tabaco; cambiar las hojas de un libro o tan siquiera arrugarlas, pero ante todo, se me permite cercenar.

Se alejó con paso firme y atropellado, apoyando su única mano en árboles, rendijas y pasamanos para no caer ante las llamadas del desequilibrio. Plantaba su pie en el piso con la firme creencia de que, perdido un volumen, daba ya igual lo que cualquiera de pudiera cortar o perder.